Pienso en Baltazar, estrella ya apagada, que hoy carga bolsas en el puerto de Santos. Y pienso en Garrincha, que, tengo entendido, ha caído en desgracia. Lo digo. Pepe el Gordo se señala la frente: “Pelé tiene fútbol y juicio”, dice, “y Garrincha, no”
Eduardo Galeano, Pelé y los suburbios de Pelé.
Las cámaras se encienden, su pelo está impecable. Terminará igual de impecable. Si por el fuese pediría maquillaje después de cada jugada. Tal vez, en algunas ocasiones como las de la otra noche en Catalunya, rogaría al supremo por un alma que pudiese sentir algo por el fútbol. Así de simple. Algo que le permitiera moverse en la cancha aun si las cámaras no estuviesen encendidas.
Las piernas no responden o la orden desde el cerebro nunca alcanzó a salir. Un tiempo antes, esos botines tocaban el balón indefenso hacia la red, pero esta vez no hubo nada de eso ni de aquello otro que parecía haber llegado para quedarse y que había empezado a hacer de su destreza, una función más al servicio del equipo. Hay cosas que nunca van a terminar de desaparecer en cada uno de nosotros. Olor a viejo, a retorno escabroso o condena inanimada.
Ahora va a patear. El peligro se posa inminente sobre el arco rival. La amenaza es un futuro incierto, pensé mientras lo veía prolijo y apolíneo, paradito recto, posando, como una formalidad más antes del próximo cheque que irá a parar a sus arcas. El fulano que comenta habla con voz de alerta, como con un miedo del que intenta hacerme partícipe para que no cambie de canal. Me harta, me hartó en su juego de Hitchckoch desinflado. El golpe llega. Seco, frontal, algo desagradable para mi gusto. Dicen que esas bolas son las más complicadas porque toman vida justo después de picar frente al arquero. Para mí que no. Pero a cada rato cae uno de estos que inventó la pólvora y edifica con sus fichas las vitrinas de los héroes de cartón que justifican el fútbol moderno y de tanto repetir día y noche, en una de esas te convence. A mí me gustan los que la hacen entrar en el ángulo sin que toque el suelo, los que se paran de costado a la pelota para darle comba al fútbol. Como el Bocha, como Román, como Diego o como el gran Mago Rubén Capria. Horas mirando imágenes del mago apoyar su pie derecho junto al balón y encovar el empeine zurdo. No he vuelto a ver un tipo con una pegada tan exquisita como la suya.
Pero acá vuelve este tío. Es ligero. Corre algo raro: velocidad a pasos cortos y los brazos extendidos repitiendo un exagerado recorrido de 180º. Corre con la urgencia de alguien necesitado de alcanzar el toilette lo antes posible. De cada cinco que hace de esas, tres terminan chocando contra alguna de las piernas que lo esperan. Nadie dice nada al respecto.
Su fantasía corresponde más a la de una exhibición de peatonal que a la de un crack. Las piernas pasan por encima del balón una y otra vez. Vuelven a pasar hasta perder sentido, sin entender que ese alarde estéril hecho al inicio de una jugada intrascendente que aun no ha comenzado a definirse como ataque, sólo agrega el desprestigio con que la compadrada y la egolatría joden a las buenas intenciones. Cuando no anda en este tipo de fanfarronerías, deambula la cancha como por una pasarela. Lo mismo podría lucir Armani o Gucci que esa camiseta blanca con la que aparece en cuanto poster o gigantografía existe de él. Aunque en sus mejores días, también decide jugar.
Fue bautizado en homenaje al funesto Ronald Reagan. Paradójicamente, tiene todas las cualidades para ser parte de la lista que componen los grandes jugadores de la historia, pero ha optado por todas las decisiones que lo convierten en un producto marketinero más de este fútbol posmoderno. Pero así se gana la vida este muchacho que ahora pone cara de malo al terminar una jugada de la que se siente injustamente perjudicado. Una cara de malo más dedicada a la platea femenina que al hincha leal que lo idolatra cada fin de semana.
Así es como la posmodernidad ha decidido que se orienten sus coordenadas hacia el éxito. Él lo ha entendido así. Ha marcado y ahora festeja con los brazos abiertos, como convidando un poco de ese sol que él siente llevar dentro.
Si existiera un cielo de los cracks, sin dudas, hubiera que hacerlo atravesar el purgatorio. Algo parecido a lo que su ego y su imagen debieron padecer la otra noche en Catalunya, cuando –a decir verdad- el resto tampoco colaboró demasiado.
