Existen jugadores tan particulares que han logrado hacer de un hecho alternativo, una característica fundamental de su juego. Jugadores que, conscientes de sus limitaciones, han profundizado su aptitud y su conocimiento dentro de la suciedad existente n en mucho de los pasajes del fútbol actual.
El uruguayo Santiago Silva y el argentino-guaraní Néstor Ortigoza, son dos muestras de ese temperamento que se templa al costado de la excelencia, de pie ante la adversidad. Uno vuelca en la solidez de su cuerpo la expectativa de sus mejores intervenciones, casi como necesitando el contacto con otro cuerpo y enarbolar desde esa disputa sus intervenciones más inspiradas. Medias bajas, cabeza afeitada, frente reluciente y transpirada, mandíbulas apretadas, cara de malo. Silva parece un hombre siempre enojado al término de cada intervención en el partido, la furia es su alimento, la potencia el idioma con que este hombre escribe sus emociones dentro de una cancha.
El otro, estéticamente incorrecto, dueño de una complexión particular, de un andar (hasta) casi simpático, disfruta y capitaliza esos momentos en donde otros no ven más que torpeza y desprolijidad. Ortigoza comprende ese caos e incluso es probable que lo desee y lo fomente. Seguramente necesite de esa vulgaridad para encontrar la punta del ovillo que luego va a desenredar, para convertirse en la condición que establezca las posibilidades reales de su equipo dentro del partido. Sus compañeros todos confían en él y en su fiel Sancho Mercier. Algo más estético y atildado, Mercier, comprende su función y hace la segunda, como Roberto Grela apoyando con su joven guitarra al gran Barbieri: ambos fieles laderos de un prócer llamado Carlos Gardel.
El “mutante” (como lo ha apodado la jerga futbolera), lucha y se agarra, cincha gustoso aparejado contra una marca persistente. Como Silva, necesita de esa suciedad, pero, a diferencia del “pelado” uruguayo, disfruta de esos momentos a partir de los cuales establece la conciencia de que el futuro del partido descansa secreto en su bolsillo.
Riquelme es el último héroe exquisito capaz de imponer la vida por sobre los escombros. Cansado, lastimado, con meses de inactividad a cuestas, atraviesa estoico y solitario los adoquines flojos de un calvario que se le ha pensado durante la semana. Con su hombre/cruz a cuestas, el oxígeno a gotas que llega a hasta su mente adornada de espinas, logra escoger entre el cansancio la imagen adecuada, el golpe exacto para dejar en ventaja ante un rival a un compañero. Riquelme no renace. Debajo del azul de su camiseta, aun estarán las huellas sangrantes de su hostigador. Ha quedado encorvado aunque de pie, preguntándose cómo es que esta gente alrededor suyo no entiende de qué va este juego impío, a esta altura en que el aire alcanza apenas para abarcar sus torpes pulmones.